Cuando le conté el plan de ruta a Jacinto, no pudo sustraerse a correr una aventura comparable a la de sus viajes por el Polo, por África, por Australia... y se decidió a acompañarme.
La aventura no nos ha defraudado: después de una hora en todoterreno por un camino peor que de cabras (bueno, hay que decir que el todoterreno tenía todas las comodidades, si dejamos aparte que tuvimos que hacernos sitio entre los restos de paja y estiércol que había en ¿los asientos? de atrás. Además, el vehículo no tendría más de 30 años -no es broma-), pues llegamos a tó lo alto, y tras un breve descanso para recolocar cada hueso en su sitio, emprendimos la búsqueda del susodicho manantial. No ha habido que lamentar muchas bajas: mi camiseta con un tremendo siete provocado por una zarza asesina, y las suelas de mis queridas botas Panamá Jack que se han quedado por el camino, primero la derecha y luego la izquierda. Jacinto estaba muy ufano de haber salido incólume, hasta que le señalé el terrible desgarrón que sus vaqueros tenían a la altura de su huevo derecho.
Todo habría salido perfecto de no ser por la desilusión que me he he llevado con Jacinto: es un vulgar robaperas; en cuanto me dí la vuelta aprovechó para saquear un cerezo de mi propiedad...